Article de Francesc – Marc Álvaro, publicat a “La Vanguardia” el 25 de març de 2007.
Lluís Llach dice que se retira de los escenarios y nosotros asumimos, finalmente, que nunca más hablaremos de los jóvenes en primera persona. El de Verges, con su decisión, el muy puñetero, nos ha puesto de cara a la evidencia: debemos admitir que, en el mejor de los casos, estamos adentrándonos en la selva oscura del poeta infernal y que nos parecemos, peligrosamente, a esos hombres y mujeres que aparecen en las fotos de nuestros padres, tiempo en huida hacia la segunda parte del partido. Pero a lo mejor Llach se lo repiensa y vuelve, quien sabe. También Leonard Cohen se metió a monje budista unos años, y, luego, retornó al follón para seguir creando y cantando esas canciones que cortan por ambos lados. Mejor así. Nosotros envejecemos un poco menos si las voces permanecen. Dio excelente prueba de ello Luis Eduardo Aute en el intenso concierto que ofreció en el Auditori la noche del pasado miércoles. Ahí estaba el tipo que ha escrito, probablemente, las mejores canciones de amor en castellano de los últimos cuarenta años y ahí estábamos nosotros, haciendo un chequeo a nuestra sombra.
Llach, Aute y Cohen están en la foto. Podrían estar otros tres u otros diez. Estos tres han construid estancias donde hemos ido a parar queriendo y sin querer, solos y acompañados. Llach es el descubrimiento de épicas y líricas de formación, el viaje iniciático que crea el mapa, tardes de verano en las que todo estaba por suceder y las palabras no pesaban. (…) Tenemos tres voces que mezclan nuestras edades y nos construyen tanto como nos reconstruyen, nuestra identidad pasa por sus palabras y sus notas, de tal modo que acabamos convertidos en personajes de sus obras. Creemos conocer a esa Suzanne “takes you down to her place near the river” y podríamos cruzar siempre “un pont de mar blava” o esperar sentados hasta que sean “las cuatro y diez”. Cuando mucha gente – por estos pagos – trata de amoldar su vida a un plan estratégico o trata de convertirse en ejemplo virtuoso para libro de autoayuda, algunas canciones son una impertinencia. A Dios gracias. Y son útiles para atravesar ese bosque donde no funciona el teléfono móvil y donde, una vez perdidos, nadie puede jamás localizarte. Salvo tú mismo, con riesgo de encontrarte.
Jean Baudrillard, apóstol de la posmodernidad que nutrió nuestras mocedades de vértigos fractales y simulacros seductores, se ha muerto antes que nuestros poetas. Esto permite pensar que no tenía mucha razón cuando escribió que a través de la “retroacción de los acontecimientos escapamos de nuestra propia muerte”. Nada de eso. Me quedo con unos versos de Cohen, entresacados del poemario “Libro del anhelo”: “Está la verdad que vive / Y la verdad que muere / No sé cuál es / Así que da igual”. Precisamente el estrecho territorio entre las verdades que mueren es el país de las canciones que podemos habitar (que son siempre pocas), allí donde debemos echar el ancla para no fundir-nos con los acontecimientos y podernos explicar a nosotros mismos sin caer en la autoparodia, la autoindulgencia o la autolesión. Por eso Llach, Aute y Cohen (o los que ustedes quieran) consiguen amarrar nuestra identidad disuelta en miles de fragmentos de color diverso. Démosles – modestamente – gracias por ello.
Cantó Llach en Verges este pasado fin de semana y la mayoría lo vimos y escuchamos por televisión. Algunos afortunados estuvieron presentes. Se ha dicho que es un adiós del artista, o un hasta luego. En realidad, es cada hijo de vecino el que, con la excusa de la retirada de Llach, dice “adiós” a algunas cosas, o “hasta luego”, o “hasta más ver”, o “bon vent i barca nova”, o… Se apagan los focos que iluminan el escenario pero no es Llach el que se larga, somos nosotros los que vamos achicando no sé exactamente qué de nuestros días. Son materiales de derribo mezclados con trastos y algunos tesoros que, por descuido o por encono, tiramos al contenedor. Estábamos sujetos a la ilusión de un fin que nunca llegaría – Baudrillard dixit – pero siempre hay un momento para echar el cierre y hacer limpieza. Debemos borrar datos del disco duro, debemos dejar espacio libre para lo que venga. Para cuando sea imprescindible aprender nuevas canciones, las últimas quizá. Para cuando miremos otra vez las viejas fotografías y, con un poco de suerte, seamos idénticos a nuestros abuelos.
Nunca seremos más jóvenes que nuestras canciones, hay que asumirlo. Es parte del pacto no escrito que suscribimos al dejarnos burlar por esos fantasmas ajenos que pájaros como Llach, Aute o Cohen nos meten en el cuerpo a fuerza de años, discos y conciertos. Y no es prudente encargar exorcismos, pues los demonios – agazapados incluso dentro del iPod – se rebotan, y entonces se multiplican a gran velocidad. Su capacidad de mutación y resistencia los hace invencibles, implacables señores de nuestros tiempos muertos. Ellos saben el secreto: crees que es una canción la que te salva, pero no; eres tú el que salvas todas las canciones.
Llach, Aute y Cohen están en la foto. Podrían estar otros tres u otros diez. Estos tres han construid estancias donde hemos ido a parar queriendo y sin querer, solos y acompañados. Llach es el descubrimiento de épicas y líricas de formación, el viaje iniciático que crea el mapa, tardes de verano en las que todo estaba por suceder y las palabras no pesaban. (…) Tenemos tres voces que mezclan nuestras edades y nos construyen tanto como nos reconstruyen, nuestra identidad pasa por sus palabras y sus notas, de tal modo que acabamos convertidos en personajes de sus obras. Creemos conocer a esa Suzanne “takes you down to her place near the river” y podríamos cruzar siempre “un pont de mar blava” o esperar sentados hasta que sean “las cuatro y diez”. Cuando mucha gente – por estos pagos – trata de amoldar su vida a un plan estratégico o trata de convertirse en ejemplo virtuoso para libro de autoayuda, algunas canciones son una impertinencia. A Dios gracias. Y son útiles para atravesar ese bosque donde no funciona el teléfono móvil y donde, una vez perdidos, nadie puede jamás localizarte. Salvo tú mismo, con riesgo de encontrarte.
Jean Baudrillard, apóstol de la posmodernidad que nutrió nuestras mocedades de vértigos fractales y simulacros seductores, se ha muerto antes que nuestros poetas. Esto permite pensar que no tenía mucha razón cuando escribió que a través de la “retroacción de los acontecimientos escapamos de nuestra propia muerte”. Nada de eso. Me quedo con unos versos de Cohen, entresacados del poemario “Libro del anhelo”: “Está la verdad que vive / Y la verdad que muere / No sé cuál es / Así que da igual”. Precisamente el estrecho territorio entre las verdades que mueren es el país de las canciones que podemos habitar (que son siempre pocas), allí donde debemos echar el ancla para no fundir-nos con los acontecimientos y podernos explicar a nosotros mismos sin caer en la autoparodia, la autoindulgencia o la autolesión. Por eso Llach, Aute y Cohen (o los que ustedes quieran) consiguen amarrar nuestra identidad disuelta en miles de fragmentos de color diverso. Démosles – modestamente – gracias por ello.
Cantó Llach en Verges este pasado fin de semana y la mayoría lo vimos y escuchamos por televisión. Algunos afortunados estuvieron presentes. Se ha dicho que es un adiós del artista, o un hasta luego. En realidad, es cada hijo de vecino el que, con la excusa de la retirada de Llach, dice “adiós” a algunas cosas, o “hasta luego”, o “hasta más ver”, o “bon vent i barca nova”, o… Se apagan los focos que iluminan el escenario pero no es Llach el que se larga, somos nosotros los que vamos achicando no sé exactamente qué de nuestros días. Son materiales de derribo mezclados con trastos y algunos tesoros que, por descuido o por encono, tiramos al contenedor. Estábamos sujetos a la ilusión de un fin que nunca llegaría – Baudrillard dixit – pero siempre hay un momento para echar el cierre y hacer limpieza. Debemos borrar datos del disco duro, debemos dejar espacio libre para lo que venga. Para cuando sea imprescindible aprender nuevas canciones, las últimas quizá. Para cuando miremos otra vez las viejas fotografías y, con un poco de suerte, seamos idénticos a nuestros abuelos.
Nunca seremos más jóvenes que nuestras canciones, hay que asumirlo. Es parte del pacto no escrito que suscribimos al dejarnos burlar por esos fantasmas ajenos que pájaros como Llach, Aute o Cohen nos meten en el cuerpo a fuerza de años, discos y conciertos. Y no es prudente encargar exorcismos, pues los demonios – agazapados incluso dentro del iPod – se rebotan, y entonces se multiplican a gran velocidad. Su capacidad de mutación y resistencia los hace invencibles, implacables señores de nuestros tiempos muertos. Ellos saben el secreto: crees que es una canción la que te salva, pero no; eres tú el que salvas todas las canciones.
1 comentari:
Moltíssimes gràcies, no l'havia llegit.
Jordi T
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